miércoles, 3 de diciembre de 2014

No existe mucha diferencia

Hace mucho que no visitaba el zoológico y motivada por la menor de mis hijos y en su compañía, visitamos los animales y disfrutamos de la naturaleza y el sol. No puedo negar que aprecié la visita más que antes en el sentido de que pude ver las cosas desde otra perspectiva más adulta y más consciente de mi unidad y conexión con todo esto. El zoológico luce bien atendido y bastante mejorado, aunque extrañe no ver algunos animales como elefantes, jirafas y gorilas, ofrece un día excitante.


Como era de esperar pasamos buena parte de la visita observando a los tigres de bengala, mis preferidos, y aunque se pasaron la mayor parte del tiempo echados en la sombra, al final tuve la dicha de verlos pasearse, escucharles rugir y hasta posar ante las cámaras, fue muy gratificante ese tiempo que pase mirándolos.


    
Mi hija se atrevió a hacernos un selfie con “Silver”, se ve al fondo


Aunque reconozco el esfuerzo humano (logístico, ambiental, medico, directivo y económico) que se realiza a diario para mantener en buenas condiciones el parque, tanto el hábitat, el entorno, como a los animales, no pude evitar sentir su tristeza por lo limitados que están, lo privados de libertad que se encuentran todos, por más que se les quiera acomodar, estos animales no muestran señales de bríos, alegría, no juguetean ni corren, más bien se ven resignados, apagados, envejecidos. Carecen de los mejores atributos de su naturaleza intrínseca (su vivacidad y energía), parecen animales inertes, apáticos, haraganes y aburridos, como si estuvieran bajo el efecto de tranquilizantes, sin vida latente. A excepción del avestruz, que aunque muy por debajo de su capacidad, parece estar un poco más vivo que los demás, pues te sigue en el recorrido hasta donde puede, posa para las cámaras y te mira tratando de seducirte, como pidiéndote que lo ayudes a salir, que lo rescates.



Al ponerme en su lugar entendí su actitud, si te privan de tu libertad te queda muy poco por hacer, solo dejar pasar los días uno tras otro, quizás albergando la esperanza de nuevamente poder conquistar tu libertad perdida. Pero los animales no tienen esa esperanza, no hay forma de que piensen en ella, solo sienten un malestar que no entienden pues su naturaleza los llama aún hayan nacido en el zoológico, su conexión con el resto de su especie los mantiene en comunicación biológica, reconocen su cautiverio, su injusto encierro y su escasa libertad, presienten y pueden oler que ese no es su verdadero hábitat ni su naturaleza real.




Pero los humanos no somos ni actuamos muy distinto de esto, cada cual en su casa, en su poblado y ciudad, su nación y continente, en espacios reducidos, limitados, encerrados y cautivos de las leyes territoriales nacionales e internacionales. Cada país es un pequeño zoológico de seres humanos, las ciudades son los diferentes hábitats, nos agrupamos según nuestras características filosóficas, culturales, morales y económicas. Pasamos la mayor parte del tiempo echados en las sombras, ya sea en el trabajo o en la casa, nos han acomodado y no mostramos señales de bríos, alegría o satisfacción, no jugueteamos, ni corremos, estamos resignamos, apagados, envejecidos. Carecemos de los mejores atributos de nuestra naturaleza intrínseca, parecemos seres inertes, apáticos, haraganes y aburridos, como si estuviéramos bajo el efecto de tranquilizantes, sin vida latente, y para colmo estamos peor que el avestruz, pues no tenemos a quien tratar de seducir para que venga en nuestro auxilio.   
                  
Harolina Payano. Fluyendo armoniosamente. 

Esta entrada fue publicada en el periodico El Caribe:
http://www.elcaribe.com.do/2014/12/06/correo-los-lectores

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