Pero no voy a hablarles del tiempo, ya le dedique hace un “tiempo” (valga la redundancia) una entrada, la pueden leer aquí: La medición del tiempo.
Esta imagen es muy didáctica, de ella podemos tomar más de una enseñanza: Primero, como trabaja el tiempo, segundo, el amor y respeto a la naturaleza, su cuidado y el aportar buenas cosas para el futuro de las siguientes generaciones. Además dice un dicho que: “De tal palo, tal astilla”, lo que resuena que de tal padre, tal hijo, por eso el buen ejemplo de los padres es primordial a la hora de criar y educar a los hijos, para al menos contribuir con el ejemplo, a que sean personas útiles y sanas para la sociedad y el mundo.
Algo muy importante que también nos enseña la imagen es el ser agradecidos y saber reconocer los méritos y los aportes de los demás.
Sembramos una semilla, abonamos la tierra, la regamos y cuidamos, con el tiempo crece y se convierte en un gran árbol, de esa misma forma nacemos, nos alimentan, educan y cuidan, con el tiempo crecemos, pero nuestro crecimiento va más allá de lo físico y lo personal, abarca lo emocional, intelectual y espiritual.
Junto con el crecimiento del cuerpo, crecen y se desarrollan otros niveles de comprensión y entendimiento, estos aun cuando el crecimiento del cuerpo se ha detenido, continúan creciendo y nos hacen capaces de trascender como especie y evolucionar en el tiempo, con la finalidad de mejorarnos y perfeccionar la naturaleza humana.
Al pasar de los años somos más selectivos para confiar por los desengaños sufridos, aprendemos a querer menos o mejor, con menos imposiciones y exigencias, menos morbo o malicia, de manera menos obsesiva y posesiva, de forma más serena, sana y afectuosa, aunque continuamos sopesando en la balanza la reciprocidad.
Eso es en cuanto al cariño y el afecto, pero en cuanto al amor es diferente, el amor no conoce preferencias ni rencores, el verdadero amor no es selectivo, ni vengativo, surge y se da de manera incondicional y con el tiempo llegamos a amar mas y a más personas, ya que se supone que con los años ese amor que llevamos dentro y somos, madure a un nivel de expresión que nada lo amilane o aniquile.
Eso se consigue con la madurez que da la vida, con el desapego, así aprendemos a amar con libertad, conscientes de que nadie es dueño de nadie ni es mejor que nadie, y que la mejor forma de dar y recibir amor es liberándonos de falsos juicios y ataduras mentales y sociales, de intereses bajos y mezquinos.
Con el tiempo, aprendemos primordialmente a amarnos y aceptarnos tal como somos, esto nos abre las puertas para amar y aceptar a los demás y para que a su vez, estos nos amen y nos acepten, todo se vuelve recíproco e ideal, más simple, más moldeable y manejable, armonizamos con la vida y con los demás.
Creo que así es como debería de ser, la madurez de los años y experiencias vividas a consciencia, nos dan más entendimiento y empatía para llevar una vida tranquila y plena, más apacible, más amorosa. Con el tiempo… si maduramos, todo esto se hace realidad.
Al menos a mi me está pasando así, personas que antes me eran indiferentes y desconocidas, como decimos en mi país, que no eran de mi reino, ahora me es imposible sentirlas lejanas, mirarlas y no sentir una especie de cariño y ternura hacia ellas, otras veces compasión cuando percibo su rabia interior y su infelicidad.
He aprendido a quererme y me he puesto muy querendona con los años, siento que mi corazón ha hecho más espacio para el amor hacia los demás, que caben muchas más personas en él, y que atraigo a más personas a mi vida, los veo como realmente son, almas buenas y conectadas a mi alma, quizás menos afortunadas o menos enfocadas en las bendiciones que reciben y más atentas a las carencias que creen tener, pero al fin de cuentas almas que de alguna forma buscan trascender.
I. Harolina Payano T. Fluyendo armoniosamente.
Esta entrada fue pubicada en el periódico El Caribe:
https://www.elcaribe.com.do/2020/03/02/correo-de-los-lectores-21/
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